15 de febrero de 2011

O Fenomeno dice adiós


La boca llena de gol. Ronaldo festejando un gol, algo habitual en él.

Ronaldo, el auténtico, anunció su retiro definitivo de las canchas de fútbol. Ronaldo Luíz Nazário de Lima, O Fenomeno, ha dicho que no puede más, que se su físico tan maltratado y sometido por la lesiones y las exigencias del fútbol profesional ya no le responde, que siente dolores hasta para subir las escaleras de su casa, y que por eso abandona la práctica de un deporte que sin dudas él contribuyó a engrandecer.

Apenas ha dicho adiós y el fútbol ya lo llora.

Ronaldo decidió comunicar esta decisión, que no por anunciada deja de ser triste, el 14 de febrero de 2011. Casualidad o no, eligió el Día de San Valentín para decirlo. Justo él que con su fútbol enamoró a millones de personas y con cada crac de sus rodillas, cuando parecía que no podría volver a jugar, rompió el corazón y llenó de congoja a sus seguidores de todo el planeta.

Se va una máquina de hacer goles, un artista del juego, un tipo cuya figura, atlética u oronda, siempre inspiró pavor en las defensas rivales. Jorge Valdano aportó la que tal vez sea la mejor definición que se ha hecho de su juego. Dijo que cuando iba lanzado con el balón en los pies parecía “una manada de búfalos”. Tenía él sólo la potencia de varios delanteros y a eso le añadía habilidad, intuición y clase en iguales proporciones.

Su palmarés es asombroso. Lo ganó prácticamente todo en los clubes que jugó y con la selección brasileña. De los títulos grandes a nivel clubes sólo le fueron esquivas la Champions y la Libertadores, competición esta última en la que se estrenó recién en el ocaso de su carrera y cuando ya había dado lo mejor de sí mismo, que fue muchísimo.

Con la selección de Brasil se hizo un asiduo de las finales de los mundiales. Participó en tres de manera consecutivas.

En 1994, cuando la canarinha se alzó con el título en Estado Unidos, fue sólo un espectador. Formó parte de aquel plantel liderado por Bebeto, Romario y Dunga, pero no llegó siquiera a debutar.

En 1998 perdió ante la Francia de Zidane un partido que no debió jugar. Minutos antes de iniciarse el encuentro sufrió espasmos y se desvaneció en los vestuarios. Dicen que pudo haber muerto ese día. Dicen, también, que Nike, patrocinador de la selección brasileña y del propio Ronnie, presionó para que disputara el encuentro. Nunca quedó claro realmente qué fue lo que pasó en aquel vestuario de Saint-Denis.

Ese incidente fue premonitorio: a partir de allí se inició un verdadero calvario en la carrera futbolística de Ronaldo que sufrió dos graves lesiones de rodilla jugando para el Inter. Esas lesiones, como él mismo dijo, le quitaron “tres años de carrera”. Pero llegó a tiempo para disputar el Mundial de Corea-Japón en 2002. Resurgió cuando pocos creían en semejante proeza. Al fin pudo conseguir un título dentro de la cancha, siendo además el goleador y el mejor jugador del campeonato.

Cuatro años antes, en la final disputada ante Francia, sólo pudo deambular sobre la cancha, afectado por aquel desmayo. En cambio la final de 2002 ante Alemania fue muy distinta. Tanto que Ronaldo anotó los dos goles que le dieron la victoria a su selección. Recuerdo que en aquella oportunidad me supo mal el resultado. Siendo argentino quería que la final la ganaran los alemanes. Sin embargo hoy, con bastante retraso, me alegro que haya ganado Brasil. Y es que hubiera sido demasiado injusto que Ronaldo terminara su carrera sin haber ganado un título mundial dentro del campo de juego.


Crack. Ronaldo fue grande dentro y fuera de las canchas, y hasta en las discotecas. Fue tan grande que incluso apareció en Los Simpsons.

Tuve también la enorme suerte de haberlo visto al menos una vez en la cancha en vivo y en directo. Fue en un partido de liga contra el Valencia disputado en Mestalla. En aquel Madrid jugaban Zidane, Raúl, Beckham y Roberto Carlos. En esos días Ronaldo no estaba bien físicamente y estaba falto de ritmo futbolístico. Se pasó la mayor parte del partido viéndolo desde el banco de suplentes, hasta que lo mandaron a calentar.

En el momento en que, remolón como siempre, salió a correr la banda, todas las miradas se dirigieron a él. Los decibelios, de repente, bajaron notablemente, como si la gente hubiera dejado de hablar por un brevísimo instante. Y a eso le siguió, también en tono rebajado, un rumor incesante acompañado de multitud de movimientos de cabeza orientados hacia donde estaba Ronaldo: O Fenomeno se preparaba para saltar al césped. Los hinchas del Valencia sintieron un temor reverencial, conscientes como eran de que con él en la cancha podía pasar cualquier cosa.

Esa sensación se hizo rápidamente extensiva al equipo local cuando Ronaldo se sumó al partido. De manera automática la defensa valencianista retrocedió cinco metros. Tal vez fuera una orden de Roberto Ayala, quien por entonces lideraba la zaga ché y a lo largo de su carrera, sobre todo a nivel selecciones, había sufrido en carne propia al maravilloso delantero con dientes de conejo.

Yo estaba en la bandeja superior detrás del arco hacia el que Real Madrid atacaba, así que me dediqué a observar detenidamente los movimientos de Ronaldo mientas estuvo en la cancha. No hizo gran cosa en los minutos que disputó. Como la manada de búfalos que era se dedicó a pasear y a pastar por la zona de ataque, su hábitat natural, y a lanzar alguna de sus estampidas características. En una de ellas, se internó en el área rival y sólo lo pudieron parar cometiéndole penal. Lo lanzó él mismo y lo detuvo Santiago Cañizares. No hubo final tipo película de Hollywood.

Si a mi permanente relación de amor-odio que tengo con el Real Madrid le sumamos que estaba rodeado de hinchas del Valencia, se entenderá que haya festejado el fallo de Ronaldo. Sin embargo así como hoy me alegro de que Brasil haya ganado el mundial de 2002, también me lamento de aquel penal desperdiciado. Si Cañizares no lo hubiese detenido, hoy podría decir que presencié en directo al menos una de las conquistas de un crack que anotó 420 goles a lo largo de su carrera.

Ya no volveremos a ver a Ronaldo en una cancha vestido de jugador, aunque siempre nos quedarán la memoria, los videos y YouTube. Uno de los mejores futbolistas de la historia, una verdadera leyenda, ha dicho adiós. No queda más que agradecerle por tanta magia. Como pequeño homenaje, me pongo de pie -literalmente- para escribir y decirle “¡Gracias por todo, maestro!”.

P.D.: Hay dos cosas que le agradeceré eternamente a César Luis Menotti: la conquista del Mundial de 1978 cuando dirigía a la selección argentina, y su decisión de que Boca no fichara a Ronaldo.

En 1994 todo Brasil asistía asombrado a la habilidad y capacidad goleadora de un pibe que por entonces llamaban Ronaldinho y jugaba en el Cruzeiro. En Argentina Boca se preparaba para disputar la copa Libertadores y había decidido reforzarse. Y cuando tenía prácticamente cerrada la compra del delantero brasileño, Menotti, por entonces técnico del club argentino, le bajó el pulgar a la transacción y le dijo a los dirigentes que mejor se gastaran ese dinero en el colombiano John Jairo Tréllez.

Sus jefes le hicieron caso. Boca fichó a Tréllez, un futbolista que gran parte de los hinchas boquenses ni siquiera recuerda (y hacen bien), y Ronaldo fue transferido al PSV de Holanda, donde comenzó su camino a la gloria.

Como hincha de River, da miedo pensar lo que hubiésemos tenido que sufrir con Ronaldo vistiendo la camiseta del archirrival. Si algún día tengo la suerte de cruzarme con Menotti, no duden de que le daré un sonoro beso en la frente y un abrazo del alma por aquella decisión.





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9 de febrero de 2011

El día en que descubrí que Superman era uruguayo


Un instante para la eternidad. El Enzo ya le pegó de chilena,
la pelota vuela hacia el fondo del arco y directo a la memoria de millones de hinchas.


Ayer, 8 de febrero, se celebró una efeméride maravillosa para todo hincha de River y para todo aquel que sepa apreciar el buen fútbol: se cumplieron 25 años de aquella inolvidable chilena de Enzo Francescoli con la que el conjunto de Núñez dio vuelta, ya en tiempo de descuento, un partido que parecía perdido. A falta de 10 minutos, River perdía 2-4 contra la selección de Polonia pero terminaría ganando 5-4 gracias a esa joya del uruguayo, el “oriental más argentino”, según la feliz definición de Ignacio Copani.

Fue tal la épica de esa remontada que, aun tratándose de un simple amistoso de verano, supo quedar en la retina y en la memoria de millones de argentinos, tanto de los hinchas riverplatenses como de los no simpatizantes del Millonario.

En febrero de 1986 yo tenía 8 años y por influencia paterna ya era hincha de River. Pero a partir de esa noche mi sangre se convirtió en veneno riverplatense. Esa noche también supe que Superman, el de verdad, no era un tipo musculoso que vivía en Metrópolis y gastaba un traje ridículo, sino un uruguayo flaco y desgarbado de nombre y apellido italianos, que jugaba como los dioses y vestía una elegante camiseta blanca con una franja roja que le cruzaba el pecho y el alma.

Esa noche, también, dije adiós para siempre a cualquier atisbo de objetividad e imparcialidad a la hora de hablar de fútbol y comencé a soñar con algo que hasta el día de hoy, ya con 33 años, todavía me ronda insistentemente por la cabeza, sobre todo en las noches de insomnio: hacer un gol de chilena sobre la hora. Cuando me dejo llevar por la febril imaginación lo hago siempre con la camiseta de River, en el estadio Monumental y ante Boca, como debe ser.

Pero volviendo a aquella noche del verano del 86, puedo asegurar que las sensaciones las tengo como si el partido se hubiese jugado anteayer. Aquella noche fuimos a cenar a la casa de unos amigos de mis viejos, los Del Piano (no es que fueran luthiers en esa casa sino que ese era, y es, el apellido de Oscar, el anfitrión). La división del personal fue la clásica en esos casos: las mujeres y las niñas en la cocina, charlando y comiendo educadamente en la mesa, mientras que los hombres, adultos y niños, nos instalamos en el comedor delante de la tele para ver el partido con el típico atrezzo de comidas y bebidas futboleras.

Con apenas 8 años estaba convencido de que mi equipo era tan bueno que el sólo pensar que podía llegar a perder era para mí algo inconcebible. Por esa precisa razón me estaba afectando bastante la que, a falta de 20 minutos para la conclusión del partido, parecía una segura victoria de los polacos (y encima por goleada). Fue entonces cuando tuve un momento de debilidad que me llevaría luego a hacer un juramento que jamás rompería.

Con la certeza de la derrota inminente, cedí a la presión de madre, hermanas, tía y primas para ir a comprar helado. “Pero el partido todavía no terminó”, me acuerdo que dije. Y mi viejo me contestó: “Esto ya está liquidado. Faltan 15 minutos y ellos ganan 4 a 2...ya no lo damos vuelta”. Dolido por la que parecía una irreversible caída pero con la garantía de disfrutar de unos cremosísimos helados (otra de mis debilidades), me sumé sin mucho problema a la troupe que partió en busca de los postres. Recuerdo que los compramos en una heladería que estaba en la esquina de Yrigoyen y Santa Fé, donde ahora hay un edificio blanco que creo es un hotel.

No tardamos casi nada. Estábamos a pocas cuadras y encima habíamos ido en coche. Por eso cuando regresamos a lo de Oscar no entendía la algarabía de mi viejo, que no paraba de gritar “¡Ganamos, ganamos! ¡Lo dimos vuelta con un golazo de Francescoli que ni Maradona lo puede hacer!”.

Yo estaba medio en shock, pensando todavía en si habría de combinar sólo dulce de leche con chocolate o si le iba a añadir también un poco de frutilla; que si cucurucho o vasito. No podía comprender lo que pasaba ni poner en orden lo que sentía. Estaba contento y enojado a la vez. Contento porque mi viejo y Oscar, confeso hincha de Boca, no paraban de gritarme que River había ganado, que a fin de cuentas era lo que de verdad importaba. Pero a la vez estaba que echaba humo porque me lo había perdido.

Instantáneamente me había percatado de que había fallado como hincha. Había cedido a la tentación de los helados y después de haber visto en directo casi todo el partido, voluntariamente me había perdido los minutos más importantes de algo que en ese momento percibí que ya se había convertido en un acontecimiento histórico.

“¡Un gol que ni Maradona lo puede hacer!”, me había dicho a viva voz mi viejo mientras me sacudía tomándome por los hombros. Ya por entonces yo sabía que el Diego tenía un pasado como jugador de Boca y que el hecho de que el Enzo hubiese marcado un gol que ni el propio Maradona podía marcar, era una especie de valor añadido que realzaba la importancia de una obra de arte que sólo podía intentar imaginar y que tuve que esperar hasta el día siguiente para verla en las repeticiones que echaban en la tele.

Fue entonces cuando aprendí, de una vez y para siempre, que la obligación del hincha es permanecer delante de la tele o en la cancha hasta el último minuto, incluso si te están goleando. Hay que quedarse hasta el final por lealtad y porque, lo sé desde ese día, en el fútbol los milagros suelen ocurrir.

A partir de allí mi niñez y adolescencia quedaron marcadas por esa chilena magnífica, por esa sucesión de “pecho y chilena” que a mis oídos sonaba más mágica que “abracadabra” o “ábrete Sésamo”.


Me pasé horas y horas durante los siguientes años practicando ese “pecho y chilena”. Practicaba en la canchita de al lado de casa, en el patio e incluso dentro de mi habitación. Mandé mil veces la pelota a la casa del vecino en plena siesta, rompí no pocos focos y dañé lo suficiente el cielo raso, la estantería y las puertas del armario de la pieza como para quedarme en repetidas ocasiones castigado, merecidamente, sin salir de casa ¡y encima sin pelota!

Pero de tanto practicar terminé adquiriendo una técnica bastante buena, todo hay que decirlo. Tantas raspaduras y moretones provocados por otros tantos saltos inverosímiles no fueron en balde después de todo.

Mi obsesión por emular a Francescoli llegó muy lejos. Cada vez que jugaba un partido intentaba aprovechar cualquier oportunidad para tirar una chilena. No importaba si era en ataque o en defensa ni tampoco si estaba en el mediocampo. Prácticamente cualquier pelota que me quedaba a media altura yo aprovechaba para darle de chilena, aun cuando lo más lógico fuese que la jugara simple, al ras del piso, sin acelerarme inútilmente. A veces, en aquellas canchitas de tierra e incluso sobre el asfalto de la calle, parecía más un improbable acróbata que un pibe jugando a la pelota.

De tanto soñar con emular al Enzo, tuve mi gran oportunidad. Fue en una final de un campeonato de barrio, uno de esos torneos bravos que se jugaban en el playón de las Mil Viviendas los sábados a la mañana, enfrente de los monoblocks. Aquellos eran de esos partidos en los que pegabas y te pegaban de lo lindo, esos en los que aquel que quería adornarse haciendo filigranas se comía tremendos viajes que le bajaban los humos y le hacían entender que el ballet estaba bien sobre el parquet de un teatro, pero no en esos terrenos casi sin césped y llenos de pozos.

Mi equipo estaba volcado en ataque y yo estaba en el área chica, más o menos en el punto del penal, cuando el arquero rival salió a descolgar un centro. La palmeó defectuosamente y la pelota quedó picando a media altura. Con el arquero fuera de sitio y con los defensas llegando apurados al cierre, no podía esperar a que bajara. “Es la tuya, vestite de Enzo. Es ahora o nunca”, me dije. La pelota me quedó perfecta, la levanté con el muslo derecho y tiré la acrobática chilena. Lo hice en un santiamén, el movimiento fue según mandan los cánones: acomodé el cuerpo y moví los brazos y piernas como debía, pero al momento de impactar el cuero le dí demasiada fuerza y lo enganché muy abajo. La pelota se fue por arriba por unos pocos milímetros, rozando el travesaño.

Si probaba a pegarle de cabeza era gol cantado. Pero yo quería meterla de chilena y correr a festejar como loco con todos mis compañeros junto al lateral, igualito que el Enzo en aquella inolvidable noche de verano. Pero la pelota, caprichosa, se perdió por encima del arco rival y todo eso en plena final barrial. Y yo, en lugar de besos y abrazos, me comí una justificada puteada infernal de mi hermano mayor Jorge (era el capitán del equipo) y la mirada de desaprobación del resto de mis compañeros.

Se me escapó ese momento de gloria. Pero con el tiempo tuve otros. Me seguí tirando e intentando lo de “pecho y chilena” y hasta logré hacer algún que otro gol de esa manera. Todavía los recuerdo, tan perfectos como el gol que hace 25 años anotó el Enzo y que yo, aunque no lo pude ver en directo, lo llevo en la memoria y lo revisito una y otra vez.


Acá, los tres goles que marcó Enzo en esa histórica noche.




En inglés y con mejor definición:



Homenaje 1




Homenaje 2




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