30 de septiembre de 2010

Roma, sí pero no (y viceversa)


Vista de la Piazza Navona, uno de los principales atractivos de Roma.

Por más ganas que le haya puesto, Roma sigue sin parecerme una ciudad fascinante, cautivadora. Ni siquiera estoy seguro de que me guste, en el sentido que pueden gustarte esas ciudades a las que uno sueña con volver, ciudades que uno admira bien por su urbanismo, sus edificios y sus parques o por sus gentes, su aire cosmopolita, su gastronomía o su historia.

Y si es por urbanismo, edificios, gastronomía, parques e historia, Roma tiene todas las papeletas para, de forma inmediata, provocar un flechazo en quienes la visiten. Pero a mí, ni por esas. Tal vez el error, si es que puede hablarse de error, radique en la idea de inmediatez, en esperar de Roma un amor a primera vista como, por ejemplo, es inevitable que te ocurra con París, Viena, Madrid o Río de Janeiro.

Hay ciudades que al igual que ciertos escritores demandan varias visitas, varias relecturas para poder pillarles el tranquillo y encontrarles el gusto. Mi tío Pildi, que de viajes sabe un rato, dice que Roma te empieza a gustar a partir de la tercera visita, cuando uno ya puede ir descubriendo cosas por su cuenta y ya se ha sacado de encima esos recorridos obligatorios que las grandes capitales exigen. Es decir, cuando uno puede moverse sin las urgencias del turista que lo quiere ver todo en poco tiempo.

A finales de agosto último hice mi segunda visita a Roma, dos años exactos después de haberla recorrido por primera vez. No creo que vaya a hacer una tercera visita. No está en mis planes al menos, pero ya sabemos que no debemos decir “de esta agua no he de beber”.

Si bien la ciudad no me disgusta (tampoco se trata de hacerse el diferente porque sí, en plan imbécil contracorriente) sigo sin poder quedar prendado de ella. Cuestión de piel. O para ser más preciso, de suciedad y de un llamativo abandono. Aunque esta vez la noté un poco mejor que la primera vez, con algunas aceras renovadas y fachadas de edificios restaurados, me sigue resultando chocante la dejadez, e incluso la decrepitud, que exuda la ciudad casi por todos sus rincones. La capital del país que más turistas recibe en todo el mundo, una urbe que cada año es visitada por 16 millones de personas, debe necesariamente ofrecer otra imagen.

Ciudades como Praga, Lisboa o Budapest también tienen una marcada impronta decadente, nostalgiosa de un esplendor pasado que, sin embargo, las dotan de un carácter especial y constituyen parte de su atractivo. La decadencia romana en cambio, al menos en mi opinión, es únicamente desfavorable. Aceras en mal estado, edificios cubiertos de hollín, fachadas descascaradas aunque en los bajos se ubiquen tiendas exclusivas de moda, calles llenas de basura, papeles y charcas de agua (lo de Campo dei Fiori a mediodía es un espectáculo lamentable que se repite cada día), componen actualmente cualquier estampa romana típica. No es precisamente lo que uno visualiza cuando piensa en una ciudad de gran belleza o atractivo.

Pero, con todo, Roma ofrece opciones que sirven para compensar esa mala impresión. En mi caso, lo cual no es nada raro, esas compensaciones vienen por el lado del estómago y del hígado, con el paladar como filtro principal. Gastronomía y bebida para apreciar una ciudad. Los museos y otros bienes culturales pueden esperar a futuras visitas.

Pizza, birra y pasta

El mejor recuerdo que me quedó de primera visita a Roma no fue la Fontana di Trevi ni el Coliseo sino Pizza e birra, un pequeño local de comida casera ubicado a pocos metros de Campo dei Fiori. En realidad así se llamaba antes. Ahora han cambiado de nombre pero el dueño sigue siendo el mismo.

Allí, en 2008, con mi hermano Bruno comimos las mejores pizzas que probamos en Roma y el último día, unos tortellini en salsa de tomate con crema de leche, calabacín y tomates cherry que estaban de muerte. Este año, con el Flaco, repetimos. Yo hice primeramente una visita por mi cuenta y repetí esos tortellini. Al día siguiente fuimos juntos y pedimos pizza y una lasagna que estuvo a punto de provocarnos lágrimas de emoción. Sublime. Una cosa de no creer. Todo acompañado de cerveza Peroni.

Ese es otro de los puntos a favor de esta ciudad, o de este país en general. La cerveza es bastante buena, aunque en España considero que la calidad es superior. Además, la diferencia principal es que en España casi en todas partes es posible tomar cerveza de barril, sin embargo en Roma no es demasiado normal que ofrezcan birra alla spina.

La cerveza Peroni y la Moretti son las mejores (la Nastro Azzurro es muy suavecita, casi para señoritas), especialmente la Peroni Gran Riserva. De etiquetado elegantísimo, su sabor es muy similar a la catalana Voll-Damm doble malta, aunque un poco más suave.


Peroni Gran Riserva, una opción ineludible a la hora
de catar cervezas italianas.


La Enoteca del Corso, un hermoso hallazgo

Relacionado a las cervezas está el que ha sido para mí el gran descubrimiento romano de esta ocasión. Una noche con el Flaco, luego de calzarnos a eso de las 2 de la mañana unas porciones de pizza al taglio en uno de esos garitos abiertos hasta altas horas y en el que, según las fotos colgadas de sus paredes, también suele abrevar Daniele De Rossi, futbolista de la Roma y de la selección nacional, dimos con el local soñado: la Enoteca del Corso (Corso Vittorio Emanuele, 295).

Como su nombre lo indica es una vinoteca. Se trata de un local bien arregladito, bastante apañado y bonito, nada que ver con lo que se puede esperar uno de un negocio que expende alcohol y que sigue abierto incluso cuando los bares cierran.

Nomás entrar, a mano izquierda, hay una pequeña barra y unos poco taburetes de diseño moderno. Detrás de la barra se encuentra el dueño del negocio. De aspecto serio y formal, y ese día llevando un polo elegante, el hombre tenía un poco el aspecto de esas personas que se toman muy en serio lo que hacen, con un evidente punto de solemnidad. Como si en realidad fuera un monje o un alquimista.

En el local la cosa funcionaba más o menos de la siguiente forma: uno se acercaba a las neveras llenas de una importante variedad de cervezas locales y de importación, escogía las que quería y las llevaba a la barra. Allí, nuestro hombre procedía a servirlas en vasos. Pero no lo hacía de cualquier manera, sino con la atención y los modales más exquisitos.

Nada de volcar la cerveza de manera alocada y rápida. No. Nuestro hombre, casi con un punto de amaneramiento, servía la cerveza con suavidad, cuidando que no levantara excesiva espuma, inclinando el vaso y la botella con delicadeza. La mirada siempre fija y atenta a lo que ocurría entre sus manos, nada de distracciones, ni siquiera una conversación. La charleta la daba antes o después pero nunca durante el proceso de servir la cerveza.

Como muestra de su celo profesional y del amor que innegablemente este hombre siente por la cerveza, dos situaciones que lo retratan fielmente. Un chico entró a comprar varias botellas de cervezas y decidió servirse por su cuenta una de ellas en un vaso, para acelerar el trámite. Cuando terminó, se dejó un poco de líquido en la botella, menos de un centímetro. El dueño de la Enoteca le hizo ver que estaba desperdiciando bebida y lo conminó a que volcara todo el contenido.

Luego, otro chico acercó otra botella y al sentir su temperatura y comprobar que no estaba lo suficientemente fría, el barman le indicó que mejor buscara otra “porque esta botella está caliente”. Ahí sentí algo parecido a una epifanía.

A menos que se sea ecuatoriano, a quienes disfrutamos de la cerveza nos disgusta enormemente cuando nos la dan caliente. Y no son pocos los bares, restaurantes y kioskos en los que no cuidan la temperatura de las bebidas y te las dan de cualquier manera. Lo que les importa, en última instancia, es vender. Y al cliente que le den.

Pero nuestro héroe de la Enoteca del Corso nos salió intransigente en esas cuestiones. Se preocupa más él que los propios clientes por la calidad y las condiciones de la cerveza. Así da gusto. Si eso no es amor, no sé que es. De mayor, quiero ser como este hombre. Ya que no pude ser futbolista ni estrella de rock, creo que no estaría mal abrir una sucursal de la Enoteca del Corso.

¿El mejor café del mundo?

Por último, y aquí sí debo darle la razón en asuntos romanos a Enric González, hay que mencionar la cafetería Sant’Eustachio Il Caffè (http://www.santeustachioilcaffe.it/).

Cuenta Enric en su libro “Historias de Roma” que el café que se prepara en este lugar está considerado por muchos especialistas como “el mejor café del mundo”. Yo no soy una autoridad en la materia así que no dispongo de elementos para suscribir o rechazar semejante afirmación, pero lo único que puedo decir es que el café que preparan en ese lugar está buenísimo, lo mismo que la bollería que sirven.


El Cafe Sant’Eustachio donde, dicen, preparan el mejor café del mundo.

Como señala Enric en el libro, en el local tuestan cada día sus propios granos de café y las enormes máquinas de café espresso, a diferencia de lo que ocurre en la mayoría de las cafeterías, están dispuestas de espaldas al público, de manera que los clientes no puedan ver la elaboración y no logren desentrañar el secreto. Vamos, algo así como lo de la fórmula de la Coca-Cola pero aplicado al café.

El cappuccino es sencillamente espectacular, ideal para iniciar la mañana. Y el gran caffé, que Enric define como “un sensacionalmente cremoso café doble”, resultó ser eso, sensacionalmente cremoso y sin ese punto de acidez que el café espresso suele tener. Lógico que se guarden el secreto de su preparación: de vivir en Roma lo más natural es que visitar el Sant’Eustachio se vuelva no sólo un hábito sino que se convierta en un vicio, y de los buenos.

Así sale el cappuccino en Sant’Eustachio. "Sensacionalmente cremoso".


No hay dos sin tres, reza el dicho. En 2008 eché una moneda a la Fontana di Trevi, lo cual según la tradición asegura el regreso a la ciudad. En 2010 se cumplió y volví, y nuevamente lancé una moneda, otra vez contra mi voluntad. Si la tradición sigue infalible, me tocará volver. Y seguro que, como mínimo, visitaré la modesta casa de comidas de Campo dei Fiori, me pasaré por el Sant’Eustachio y, desde luego, visitaré a mi héroe de la Enoteca del Corso.

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1 comentario:

  1. relato sensacionalmente pulcro, perfecto, sencillo, completo!!!! me encantó!!!!! felicitaciones Lucio....para cuándo tu libro????? besos....túper cris.

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